
Riela frenó el deslizanieves, contempló la magnificencia de la criatura. El pelo rojizo cayendo como un ejército de estalactitas, las patas colosales como robles centenarios y el lomo tan orgulloso como una montaña. No necesitó ajustarse el visor para saber que estaba ante un mamut lanudo. Llevaba varias semanas buscando un ejemplar, sin hacer caso a todos sus colegas, que decían que se había extinguido, los mismos que aseguraban que su idea del muelle de rosca era algo imposible.
Ajustó la velocidad y se dispuso a seguir al animal. Tras ella, el humo negro del vehículo dejaba un rastro que contrastaba con la claridad del paisaje que la rodeaba. Cuando llegó a la tundra se había preparado para sufrir las embestidas del tiempo, pero no se había imaginado la preciosidad que encontraría en su camino, eso le hizo reafirmarse en su decisión, vivir era mucho más que correr de un lado a otro, había mucha más vida en el claro de un bosque que en una ciudad entera. Debían conservarlo. Tras más de un siglo aprovechando la energía de los bosques para mover la sociedad, la Naturaleza se resentía, los árboles menguaban en número y por alguna extraña razón había especies de animales que desplazaban su hábitat.
Ella era de las pocas personas que querían cambiar el destino de la humanidad, casi la única con los conocimientos para hacerlo. Estaba desarrollando un nuevo tipo de motor y aunque no había conseguido que funcionase, la industria maderera se había mostrado agresiva. Al principio solo la habían ignorado, pero ya había creado más de quince versiones, y cada vez estaba más cerca de conseguirlo. Una pieza era lo único que le separaba del éxito.
Día a día pudo contemplar como el animal se alimentaba de distintas plantas y como utilizaba sus colmillos para llegar a las que estaban escondidas bajo la nieve, todo un espectáculo. Consiguió mucha cantidad de la lana que iba perdiendo, la cual utilizaría para comprobar la viabilidad de su motor. Una semana después el mamut llegó a su hogar, Riela anotó su localización exacta en el mapa.
Casi todo su equipaje era el combustible para el deslizanieves, ya había gastado más de la mitad, la vuelta iba a ser complicada. Gruñó y quitó de su mente tales pensamientos, había sido osada, pero si no se hubiera adentrado tanto en ese terreno no habría encontrado ningún mamut. Sin la lejana compañía del animal los días pasaban como el tiempo en el funeral de un primo desconocido. La oscuridad llenó sus pensamientos. Se le acabó el carbón. Cogió el hacha y se fue a buscar leña. Ya había dejado la zona más profunda de la tundra y en ocasiones tenía que dar rodeos para seguir un camino de nieve, eso significaba que había más plantas, pero los árboles continuaban ausentes. Se hizo con los arbustos más gruesos que encontró y se los echó al insaciable estómago de su vehículo. Fue su rutina en los días siguientes.
El frío ya no era su mayor enemigo, sino el cansancio, el tener que sobrevivir a base de sopas de agua de nieve y carne de insectos. Ya no podía hacer tanto esfuerzo, dejó el hacha, el vehículo y todos sus utensilios. Masticaba las hojas de las plantas, pues rara vez encontraba bayas comestibles. Los gusanos eran su manjar favorito, se movían poco cuando los cogía y eran fáciles de masticar, con el tiempo logró encontrarle algo de gusto a sus cuerpos escurridizos.
Luces. Una ciudad. Ahora que tenía una meta las piernas parecieron rebelarse, las obligó a moverse a base de voluntad. Sentía como si sus extremidades se despeñaran a cada paso, un peso muerto que quería atarla al suelo. Cuando su pie abandonaba la tierra, su pierna tenía que trepar cada centímetro hasta desfallecer de nuevo sobre el camino. Un gemido en su pecho anunció la tragedia.
Cayó al suelo.
El hambre conseguiría aquello en lo que el frío había fracasado, matarla. No. Se gritó a sí misma que lo lograría, pero no pudo ni abrir los párpados, fue víctima de la negrura. Dejó de sentir, el aire llegando a sus pulmones no era nada, el dolor de sus tripas mortificadas había desaparecido, hasta sus pensamientos fueron pasto de la aniquilación. En ese estado, no apreció los brazos que la auparon, las mantas que la arroparon, ni la sopa caliente que le salvó la vida.
Tres meses después ya estaba en su taller, probando el motor. La idea era simple, pero el desarrollo había lo más difícil, años de trabajo pendiendo de un animal y su pelaje. Los motores giraban con la fuerza del vapor, ella se había propuesto eliminar ese último elemento para detener la deforestación. El muelle de rosca era la clave, una pieza de metal que al igual que cualquier mulle se encogía y después liberaba la fuerza retenida, pero en su caso además de encogerse se iba retorciendo sobre sí mismo, por lo que hacía girar las piezas que se le conectaran.
El problema era controlar esa fuerza, ya que solía salir disparado, y en pocos segundos o minutos el mecanismo dejaba de rotar. Había utilizado decenas de correas diferentes para regularlo, cientos de materiales, pero se rompían o inutilizaban el muelle de rosca. Lo único que había dominado por completo era la preparación del muelle, incluso se había instalado un molino en casa para hacerlo por su cuenta.
Llevaba varios días preparando la lana de mamut y combinándola con otros materiales para conseguir que funcionara. La colocó en el motor y rezó antes de hacer la prueba. Ajustó la palanca al máximo y activó la máquina. Unas lágrimas cayeron por su mejilla. Funcionaba. Tenía una hélice conectada y podía ver como giraba despacio, jamás hubiera imaginado que tan poca velocidad fuera posible. Movió la palanca y vio como empezaba a rotar más rápido y después hizo que volviera a ir más lento. Era perfecto, si juntaba varios muelles de rosca podría mover un barco o un dirigible durante horas y horas.
La noticia se extendió con rapidez y vinieron las felicitaciones y envidias. Lo que no se esperaba fue la visita que tuvo ese día, Rufus Crapman estaba en la entrada de su casa, el director de la mayor fábrica de carbón del planeta.
—Buenos días Riela, vengo a comprar su muelle de rosca.